Hace unos seis meses que me trasladé a Cantabria. Venía dándole vueltas a la expresión, oída allá por las Castillas, esa de que “Todos los Cántabros tiene dos caras” (sin saber muy bien a que se refiere) y a adaptación al clima “te metes a la cama y las sábanas están como mojadas” “tiendes la ropa y no se seca”; tanto más cuanto que me vine por aquí en uno de los otoños más lluviosos que se recuerdan.
Al final mis temores parecen desenfundados. El trato con la gente que he conocido hasta ahora (fundamentalmente en el trabajo) ha sido muy bueno y me he adaptado bastante bien al clima (incluso resultando sorprendente para la gente local). Es curioso porque ese regionalismo que a veces me parece irritante en lo global no tiene su reflejo en lo particular. Quiero decir que aunque es evidente la sensación de que aquí están a vender mucho lo suyo, luego cuando hablas con la gente de uno en uno suelen ser muy razonables en sus planteamientos.
Lo que sí ha ocurrido es que entre que ha hecho malo y que añoraba mi tierruca (copyright palabra local) pues he tardado en animarme a hacer mis rutas y cuando las he hecho ha sido con menos frecuencia de la que debería.
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